Soy John Barrel, me hice periodista buscando historias que poder contar, historias de superación, de retos conquistados, de amores imposibles… Hasta que me di cuenta que la historia más hermosa y que las unía todas, la había vivido personalmente.
Nací en Estados Unidos, en un pequeño pueblo cercano a Detroit. Cuando llegas a Europa, te das cuenta que la imagen que se tiene de las familias con problemas allí son solamente de negros o hispanos; al parecer a los blancos no les pasan cosas malas ni tienen grandes problemas, o acaso no interesan tanto. Es cierto que la cantidad de afroamericanos que viven infancias como la de mi familia puede ser más numerosa. Pero también hay muchas familias blancas, con pocos recursos, de tres, cuatro e incluso más hijos que sobreviven más que otra cosa, mientras buscan el sueño americano que haga cambiar su destino.
Nosotros éramos siete hermanos y nos llevábamos solo diez años de diferencia. Yo soy el cuarto. A mi padre apenas le conocía. Creo que su verdadera casa era la fábrica de Ford en la que trabajaba en turnos de 16 horas para tratar de hacer frente a las facturas. Mi padre, era el hombre que dormía en la habitación del fondo cuando estaba en casa y al que no se le podía molestar bajo ningún concepto. Aunque supongo que tampoco era fácil despertarlo. Si aparecía cuando estábamos cenando, nos daba un beso a todos, cogía algo y se marchaba a la habitación o a la fábrica, según de donde llegara.
Mi madre era una mujer delgada, fibrosa más bien, de piel morena, pelo corto y oscuro. Su cara, levemente redondeada, resaltaba los grandes ojos azules, brillantes e inquietos. No siempre había sido así, en las fotos de la boda su pelo era largo y tenía más curvas pero sin llegar a estar gorda. Le pregunté una vez por que no tenía ahora el pelo largo. “Dais demasiado trabajo para tener tiempo para mí” me contestó. Era cierto. Mis recuerdos de infancia se resumen en caos, carreras, lloros, peleas, risas…
Stephan era el sexto. Quizás tuvo mala suerte, quizás fue solo su destino, quizás si Sophia hubiera sido chico, su vida hubiera sido diferente. El caso es que once meses después de su nacimiento mi madre tuvo la primera y única niña, la que llevaban buscando cinco embarazos. A veces pienso que si no hubiera nacido hubiésemos sido algún hermano más. O que si hubiera nacido antes seríamos alguno menos. Con seis hermanos a su alrededor y siendo la última, la niña tan deseada, Stephan no tuvo de pequeño la atención que habría necesitado. Fue en gran parte, un superviviente.
Mis padres me contaron que en el hospital lloró muchísimo. Empezó a llorar incluso antes de salir completamente de mi madre. Al principio mi madre decía que por eso no lloraba en casa. Mis primeros recuerdos de cuando era bebe, se resumen en asomarme por encima de la destartalada cuna para verle. Cuando no estaba durmiendo, te miraba con sus ojillos azules, el único que los sacó de mi madre, y te lanzaba los brazos esperando que le cogieras y le sacaras de allí para llevarle a jugar.
Cuando cumplió dos años, al parecer fue mi padre quien se dio cuenta que no era normal que Stephan no dijera nada. Con tantos niños por la casa, algo tendría que decir ya. Pensándolo ahora, me da pena, nunca le habíamos oído reírse. Tenía una sonrisa casi perenne en el rostro, pero no le oímos nunca soltar una carcajada. Ni un llanto.
Tras consultar a varios médicos y una buena lista de pruebas después, encontraron el motivo. Sus cuerdas vocales se habían roto. Al nacer, no estaban formadas del todo y al llorar tanto se partieron. Ahora, tras dos años, estaban atrofiadas y no había forma de solucionarlo. Por eso, desde entonces no había vuelto a articular sonido alguno.
Mi madre entró en una fuerte depresión, se echaba la culpa de todo, de su problema, de no haberse dado cuenta antes, de no poder hacer algo más para sacarnos de la situación en la que nos encontrábamos…
Para poder pagar las pruebas a las que le habían sometido, mi padre tuvo que incrementar sus horas en la fábrica aun más y a mi hermano mayor le cayó la responsabilidad de ayudarnos a todos mientras mamá seguía enferma. Se le hizo demasiado duro, solo tenía doce años.
Un año después las cosas empezaron poco a poco a volver a la normalidad. Menos para Stephan. Nosotros nos marchábamos al colegio y él se quedaba en casa, necesitaba un colegio especial, necesitaba que le ayudaran a hablar con las manos, a entender las cosas, no era sordo, si le llamabas por su nombre miraba, pero parecía no entender nada si seguías hablándole. Mi madre se esforzó mucho tratando de enseñarle ya que no podíamos pagar el colegio, pero el tiempo pasaba y no se le veía ningún progreso. Cuando llegábamos de clase parecíamos ser un alivio para ella. Algún día al llegar la encontramos llorando con Stephan abrazado con fuerza a su cuello sin saber por qué lloraba su madre.
Y mientras crecía parecía que solo tenía una distracción, en la vieja televisión que había en la habitación de papá buscaba por todos los canales hasta que encontraba algún partido de baloncesto. Daba lo mismo quien jugase o la hora que fuera, si no le encontrabas solo tenías que ir al cuarto y allí estaba, en la cama, con los ojos fijos en la pantalla. Incluso mi padre cuando llegaba a dormir le permitía seguir viendo la tele a su lado mientras él le abrazaba y se quedaba dormido.
Dos años más tarde Clark (mi hermano mayor) que no había vuelto a estudiar, trajo un montón de dinero a casa. Dijo que le habían contratado en una empresa nueva, que tendría que viajar bastante y que no les importaba que solo tuviera quince años. Mis padres tampoco preguntaron demasiado, para todos fue una especie de salvación. Pudieron pagar parte de las deudas que empezaban a amenazar con echarnos de casa, comprar algo de ropa nueva para todos y apuntar a Stephan al colegio especial. Tenía seis años.
Al principio no pareció que tuviera progreso alguno, los profesores decían que continuamente se le veía ausente y poco participativo a pesar de sus esfuerzos. En casa tendríamos que intentar aprender todos el lenguaje de signos para tratar de motivarle. Era más fácil decirlo que hacerlo, Clark se había marchado a trabajar, pero los demás seguíamos siendo unos críos. Yo solo tenía nueve años, Michael, el más mayor que seguía en casa, trece. Nos pasábamos el día jugando en la calle, con los amigos, o entre nosotros. Como íbamos a aprender aquellos signos tan complicados, que ni siquiera Stephan comprendía.
Solo había una cosa que seguía haciendo a diario. Ver baloncesto, incluso, los días en que papá tenía turno de noche, se quedaba en la cama con mamá hasta las tantas viendo los partidos que pusieran en la tele.
Y llegó su séptimo cumpleaños y desde entonces todo cambió. Mis padres habían empezado a hablar acerca de sacarle del colegio. Seguía sin haber grandes progresos y el dinero ahorrado (en gran parte gracias a Clark) se terminaba rápidamente. Fue en ese momento cuando nuestro hermano mayor llegó. El día de su cumpleaños. Apareció después de varios meses de viaje. Parecía cambiado, más mayor, más responsable, no parecía ser aquel gamberro que tan solo un año antes nos llevaba a tirar petardos o a atar palomas al suelo con un lazo para ver a los gatos lanzarse a por ellas mientras éstas aterradas intentaban volar, para caer torpemente al terminarse la cuerda.
Llegó con una gran bolsa, como si fuese Santa Claus, lo primero que hizo fue sentarse en medio del salón y mirar a Stephan a la cara. Le habló despacio ayudándose con las manos mientras hacia los signos que ninguno de nosotros había llegado a aprender. Le iba a dar varios regalos, pero con la condición de que se esforzara en clase. Se marchaba a otro viaje y cuando volviera tendría que haber mejorado o tendría que quitárselos. Mi hermano pequeño pareció mirarle con cara horrorizada, aunque no podías saber cuánto había comprendido de todo lo que le había dicho. Nunca habíamos tenido regalos, eran gastos que mis padres no podían permitirse ni siquiera tras la primera vez que Clark llegó con dinero, por tanto, perder el primer regalo que íbamos a recibir era algo que ni él ni nosotros estábamos dispuestos a aceptar.
Sacó del saco una canasta para ponerla en el porche y un balón de baloncesto, de la marca con la que jugaban los partidos que él veía por la tele. La cara de Stephan se iluminó como nunca antes habíamos visto. Agarró el balón y se puso a botarlo torpemente alrededor del viejo e incomodo sillón. Después nos repartió regalos a todos los demás y un fajo de billetes para mis padres. Quería que empezasen a disfrutar un poco de la vida. Mi padre fue el único que pareció preocupado, incluso se lo llevó a la habitación para hablar a solas con él. Al parecer le preocupaba la forma en la que había conseguido tanto dinero. A los pequeños no nos importaba, teníamos regalos nuevos, regalos que jamás hubiésemos imaginado llegar a tener en nuestra casa, una GameBoy, un Walkman, un coche tele-dirigido…
Clark tardó un año en volver y quedó asombrado con los progresos que había hecho Stephan. Entendía prácticamente todo lo que le decías, había aprendido a hablar con las manos a una velocidad increíble, no solo eso, incluso había aprendido a leer. Y todavía más, sacó el balón, totalmente desgastado ya y se puso a botarlo. Tan rápido y bajito que si no fuese por el ruido parecería que estaba quieto, luego pasándoselo entre las piernas, por detrás de la espalda, a su alrededor… Aquel año creo que no había hecho otra cosa, que estudiar, botar la pelota y tirar a la canasta que mi padre le colocó en la parte de atrás de la casa.
De nuevo nos había traído regalos para todos y de nuevo había traído más dinero para mis padres. Varios días después, nuestro padre llegó a la hora de comer y se quedó jugando con nosotros. Era la primera vez en nuestras vidas que jugaba y pasaba una tarde completa riendo, saltando y abrazándonos.
Aquellas tardes empezarían a repetirse con cierta asiduidad. El trabajo de Clark nos había cambiado la vida a todos y nunca supimos agradecérselo en aquellos tiempos.
Stephan convirtió su pasión en casi una obsesión. Se pasaba todo el tiempo que estaba en casa con el balón, botando, tirando a canasta desde todos los lugares posibles, retándonos a jugar contra él, incluso a jugar todos contra él. Le daba igual no ser el más alto, ni el más fuerte, quería jugar a todas horas, hasta de noche. Después de cenar, salía con la tenue luz que llegaba de una farola distante a tirar una y otra vez hasta que mi madre salía a por él a regañarle para que se acostara de una vez.
Recuerdo la primera vez que le llevamos a unas pistas callejeras. Daniel, el tercero de nuestros hermanos, tenía quince años, la típica edad en la que piensas que el mundo es tuyo, por lo que se pasaba las tardes en la ciudad. Nos subió en un autobús a Stephan y a mí y nos llevo a uno de los barrios nuevos de Detroit. Allí solo se veían casas altas y recién construidas, calles anchas y limpias, gente paseando por las avenidas, mirando lujosos escaparates llenos de cosas que nosotros solo habíamos visto por la pequeña televisión del salón. Yo tenía trece años y Stephan diez. Nos bajamos frente a un gran parque lleno de árboles, matorrales, fuentes, caminos y césped perfectamente recortado. Al final de uno de aquellos senderos había varias pistas de baloncesto. Daniel ya había estado allí y se regocijó con la cara que pusimos al ver aquello, nunca habíamos salido de las cuatro manzanas que había de distancia desde el colegio hasta casa. Ni siquiera el colegio especial al que iba Stephan estaba mucho más lejos que el nuestro. Solo en la otra dirección.
Había algunos chicos jugando pero no muchos, por lo que pudimos ocupar una canasta y empezar a lanzar algunos tiros. No éramos muy buenos, el baloncesto nos gustaba más por lo pesado que había sido nuestro hermano desde pequeño que por verdadera afición. A mí me gustaba más el béisbol, a Daniel el fútbol americano. Por eso no nos importaba demasiado si el balón entraba o solo rebotaba contra el aro y salía despedido a varios metros de distancia. Excepto a Stephan. A él si le importaba. Nos preguntó varias veces que por qué estaba tan alta aquella canasta. Apenas podía llegar desde el tiro libre. Nunca hasta ese momento lo habíamos pensado. La canasta en casa estaría a dos metros. Como mucho dos metros veinte, cuando la altura reglamentaria son tres metros y cinco centímetros. Claro que metió algunos tiros, pero el acierto que tenía en nuestro patio era impensable allí. En el autobús de regreso, no quería mirarnos, parecía avergonzado, por mucho que tratamos de animarle. Ya crecería y llegaría más que de sobra. Aunque trato de disimularlo, los dos vimos correr más de una lágrima escapando de sus ojos azules.
Cuando cumplió once años, a la salida del colegio cogía el autobús durante más de media hora para volver al parque a jugar. Siempre jugaba solo. Era un chico tímido y no poder hablar con los otros niños que bajaban a jugar tampoco ayudaba. Yo iba a recogerle las tardes que me quedaba estudiando en la biblioteca de la escuela. Había veces que llegaba y se habían formado partidillos en las dos canchas y Stephan se contentaba con verles jugar, mientras corría de un lado a otro botando la pelota y driblando a defensores imaginarios.
-¿Por qué no juegas nunca con ellos? – Le pregunté un día
-Se pasan el rato hablando, llamándose, riéndose unos de otros. Yo no puedo hacer nada de eso. No quiero que se rían de mí -.
-No tienen por qué hacerlo, ni creo que sea lo más importante. Juega con ellos, diviértete compitiendo contra otros. Tienes que intentarlo -.
-Ya juego contra ti a veces -.
-Tienes que empezar a jugar contra otros Stephan, tienes que seguir superando estas pruebas, hasta que llegues a tener una vida lo más normal que puedas. Hasta ahora, has ido superando todas las dificultades a las que te has enfrentado. ¿Acaso crees que jugar con otros niños es una barrera que no puedes superar? Hazme caso hermanito, las únicas barreras que no podrás saltar son aquellas que te impongas tu mismo y no te atrevas a intentar cruzarlas. No importa las veces que te caigas al intentarlo, si estás dispuesto a levantarte siempre y seguir intentándolo, tu límite es el cielo -.
Desde aquel día pasó un año sin que pudiese volver a ir a recogerle a las pistas. Mis estudios me ocupaban demasiado tiempo, Clark seguía viniendo una vez al año más o menos y ya el dinero y los regalos eran cada vez menores, estaba menos tiempo con nosotros y la mitad de este lo pasaba discutiendo con mi padre encerrados en su habitación. Aun así, siempre tenía un momento especial para Stephan y Sophia. Yo quería ir a una buena universidad y sabía que necesitaría una beca, por lo que me esforzaba con todas mis fuerzas en tratar de conseguirla. Por aquel tiempo fue cuando decidí ser reportero, quería salir de aquel pueblo triste y monótona, conocer mundo, conocer gente, escribir a diario en un periódico contando las noticias que ocurrían a nuestro alrededor y de las cuales muchas veces no solíamos enterarnos.
Cuando por fin regresé a la cancha, me quedé sentado antes de que me viera, observándole jugar con un grupo de chicos, el más pequeño de los cuales, debía sacarle varios años. Pero parecía feliz. Como era el más pequeño le dejaban subir el balón hasta la cancha contraria, luego lo pasaba y la mayoría de las veces no volvía a tocarlo porque el tiro se lo jugaban otros. En una hora solo le vi meter cuatro canastas. Cuatro robos de balón en los que llegó solo a canasta.
-¿Por qué no te juegas más tiros? – Le pregunte de camino a casa
-Porque quiero que me sigan dejando jugar. Son mayores, me conformo con aprender -.
-No tienes que conformarte con las migajas, tienes que ir a por el bollo entero. Solo así sabrás hasta donde puedes llegar. No tienes que dejarte avasallar por nadie, si eres mejor que los demás debes demostrarlo y si no lo eres, tienes que luchar y esforzarte para conseguir superarlos. Solo así conseguirás mejorar -.
-¿Y cómo les doy las indicaciones de donde tienen que colocarse, de lo que tienen que hacer, de que preparen un bloqueo o esperen un pase en la esquina para un lanzamiento cómodo? -
-Si eres el mejor de ellos, tendrán que aprender a mirarte, para que les coloques con un gesto, con una mirada, con una señal. Pero para conseguirlo, tendrás que ser tú, no puedes seguir mintiéndote a ti mismo. Lo necesitarás para ser feliz y disfrutar de verdad con lo que hagas. Si te engañas a ti mismo pronto empezarás a aburrirte, dejarás de ser feliz y el baloncesto perderá el atractivo para ti -.
Pasó otro año antes de que pudiera volver a verle jugar de nuevo en el parque. Ya tenía trece años. Seguía siendo un crío y sin embargo, el equipo en el que jugaba aquella tarde (como siempre casi todos ellos varios años mayores que él) se movía a su son. Mandaba continuamente con las manos, penetraba en la defensa contraria como si jugase contra niños más pequeños que él, no había quien le pudiera robar el balón, asistía al compañero mejor colocado, reboteaba y anotaba con una facilidad pasmosa. Desde cualquier ángulo, con cualquier defensor, sabía cómo conseguirlo, driblando, fintando, un paso para atrás, un tiro mas bombeado, un reverso… No podía creer que aquel canijo que dominaba como los grandes jugadores de la época en la NBA fuese mi hermano.
Dos años más tarde, mis padres quisieron hacer una fiesta. Me habían admitido en la universidad con una buena beca. Por fin alguien de la familia iba a tener estudios superiores. Clark apenas aparecía por casa y mis otros dos hermanos mayores trabajaban desde hacía un par de años, uno era mecánico y el otro fontanero. Los problemas económicos ahora eran mucho más llevaderos para mis padres. A la fiesta llegó Clark. Estaba emocionado había encontrado un instituto para Stephan, estaba especializado en personas sin capacidad de habla, y lo que más le gustaba, tenía un equipo de baloncesto que competía en la liga a nivel estatal, el último año había quedado tercero por la cola, pero eso era lo de menos. Le había hecho la reserva y conseguido una prueba para el equipo. Mis padres se opusieron de inmediato a que también él se fuera, pero resultaba que el colegio estaba muy próximo a la universidad que me había admitido. Nos había alquilado una casa en la que al parecer había vivido una temporada y el estaría un par de meses con nosotros para enseñarnos todo aquello ya que lo conocía bastante.
Mi padre continuó negándose, pero Stephan estaba como loco. ¡Jugar al baloncesto en un equipo de verdad! ¡En una liga de verdad! Con un entrenador y compañeros como él con los que podría hablar… Clark sabía que mis padres no pondrían muy buena cara, por lo que había traído multitud de folletos e información del colegio. Aquello era una verdadera oportunidad. Saliendo de aquel colegio podría incluso optar a la universidad algo totalmente impensable hacía tan solo unos años. Lo más increíble de todo era que mi hermano estaba dispuesto a pagar de su propio bolsillo el colegio.
-Me lo devolverás cuando seas un jugador famoso o un empresario de éxito hermanito, ya te lo recordaré entonces -.
El verano pasó lentamente para mi hermano, se pasaba el día practicando, estaba nervioso por la prueba de acceso al equipo. No era especialmente alto, cosa que hubiera ayudado, y no sabía cuántos jugadores necesitarían, cuantos jugadores de primer año integrarían el equipo. Quizás solo cogieran uno o dos. ¿Y si necesitaban pívots? Entonces no tendría nada que hacer. A veces hubiera preferido que mi hermano no lo hubiera dicho hasta un par de días antes de tener que salir hacia allí.
Y llegó Septiembre. Nos despedimos emocionados, nerviosos, tristes por dejarles a todos allí.
El colegio de Stephan no era demasiado grande, un edificio de ladrillos rojos de cuatro pisos, con un pequeño pabellón adosado a uno de sus laterales. La pista de madera oscura estaba rodeada por varias filas de gradas. Mi hermano no paraba de hablar. Movía las manos tan rápido que no entendía la mitad de lo que me quería contar. Llevábamos diez días allí y conocíamos a poca gente, a nadie de los que estaban entrando en la cancha para hacer las pruebas. También Clark apareció para verlas conmigo. Stephan no era el más bajito, lo cual pareció relajarle un poco. El entrenador apareció en pantalón corto ante los treinta chicos que se presentaron. Les comunicó que para los de primer año solo había tres fichas. La selección duraría una semana en la que diariamente irían descartando gente. Les animó a seguir jugando aunque fuesen descartados y probar el año siguiente. Les animó a estudiar ya que con un suspenso te echaban del equipo, el baloncesto era casi seguro que no les permitiría ser su sustento en la vida, por tanto debían tener claro que en aquel colegio los estudios estaban por encima de todo. Ellos por su circunstancia especial tenían que esforzarse mucho más que la mayoría, pero la recompensa, al menos internamente, siempre sería mayor al ver los logros conseguidos.
Y después empezaron a entrenar. Carrera continua para calentar, botes de balón, tiros en suspensión, tiros libres, triples, driblins, fintas con tiros, entradas a canasta con ambas manos…
Stepahn pasó los cinco días y finalmente le dieron la equipación. Clark y yo no le habíamos visto tan feliz nunca en la vida. Llamamos a casa de nuestros padres a intentar contar todo lo que nos transmitía con aquellas manos incapaces de quedar inmóviles un segundo. Mi madre estaba tan orgullosa… Estoy seguro que soltó más de una lágrima, con todo lo que pasó cuando él era pequeño.
Y llegó el primer partido, en nuestra cancha. El equipo titular lo formaron cinco chicos de último año. Stephan nos había asegurado que no era necesario que fuésemos a verle, él suponía que no iba a jugar a no ser que el partido en el último cuarto estuviera decidido. Era práctica habitual en casi todos los deportes que los chicos de primer año jueguen poco y lleguen a ser importantes en su año final. La verdad es que para mí fue un partido raro, me imagino que el equipo contrario ya estaría acostumbrado, porque mientras ellos se gritaban, se avisaban de las defensas, ataques, tiempo… Nuestro equipo no podía articular un sonido alguno. Solo el entrenador se desgañitaba desde la banda dando instrucciones. Al descanso perdíamos por once. En el tercer cuarto por dieciocho. Entonces sacaron a los tres novatos. Imagino que el míster quería ver cómo se comportaban en la cancha los nuevos. Realmente no conocía el afán de superación de mi hermano. El de todos aquellos chicos era encomiable, pero mi hermano era otra cosa aun mayor. Realmente no se planteaba perder el primer partido que jugaba. Reunió a sus compañeros en la banda antes de sacar de fondo y durante doce minutos el pabellón presenció una autentica exhibición de baloncesto. Todo el mundo quedó impresionado con lo que podía hacer el nuevo alero del St. Michael, incluidos sus dos hermanos. Ganamos de seis y el pabellón se volvió loco. Doscientas personas le aplaudieron, vitorearon, abrazaron e incluso muchos de ellos le besaron. Hacía siete años que no se ganaba el partido inaugural en casa y lo habíamos hecho contra los cuartos de la liga pasada.
Cuando llegamos a casa fui a por unas pizzas para la cena, aquel día teníamos que celebrarlo.
Una extraña sensación me invadía mientras regresaba cargando con aquellas dos cajas calientes entre mis manos. Nunca podré decir cómo pasó, pero sabía que algo no iba bien. Al doblar la calle de mi casa, vi dos coches de policía y una ambulancia detenidos frente a la entrada. Una cinta roja y azul que un agente desenrollaba para tratar de alejar a los curiosos que se iban agolpando en la acera. La puerta de mi casa abierta. Las cajas se me cayeron de las manos mientras echaba a correr. Stephan estaba a un metro de la puerta con tres disparos en el pecho. Clark en medio del salón con otros dos.
La policía, tras investigar el caso dijo que fue un ajuste de cuentas por drogas. Stephan solo tuvo la mala suerte de abrir la puerta. Demostraron de Clark era traficante, había movido muchos kilos por todo Estados Unidos, le tenían fichado. Quien hubiera sido, iba a por él. Mi hermano pequeño fue una víctima circunstancial.
Nunca podré perdonarme del todo. En el fondo todos sabíamos que nunca pudo haber trabajado en algo legal, trayendo tanto dinero a casa, tantos viajes siendo todavía menor de edad… No debimos irnos a vivir con él. No me interpreten mal. También le echo de menos, fueron las circunstancias las que le empujaron a todo aquello, estoy seguro, y siempre pensó en la familia. Seguro que de haber sabido que su vida peligraba, no hubiera estado con nosotros.
También pienso que si le hubiera pedido a Stephan que me hubiera acompañado a por las pizzas, hubiese sido el primer jugador mudo en triunfar en la NBA, y no lo digo porque fuera mi hermano. En el instituto St. Michael hay una foto suya en el pabellón con la crónica del partido, para que su recuerdo perdure para siempre. Sé, que al menos por un día, vivió su sueño y fue una estrella.