viernes, 8 de noviembre de 2013

Venganzas (Anónimo)

Esteban tenía 10 años, era el típico niño de 10 años. Es más, era el típico niño gordo de 10 años. Podría decirse, incluso, que era el típico niño gordo de 10 años que sufre acoso escolar.
Al principio, no le daba ninguna importancia a las bromas que pudieran hacerle. Había veces que él mismo reconocía que eran bromas ingeniosas y hasta se reía con ellas. A fin de cuentas, no hay nada como reírse de uno mismo.
“No cabes en Esteban-co porque tu culo es demasiado grande”.
La primera vez es algo gracioso. Cuando llevas 1.000 no lo es tanto. De hecho, cansa un poco, pero no se quejaba por ella. Siempre había pecado de ser un crío afable.
Se reían de él. Le señalaban. Le imitaban arqueando los brazos e hinchando los mofletes. Le robaban el almuerzo o se lo cambiaban: cuando al abusón de turno no le gustaba su bocadillo iba a por el de Esteban. Jugaba a fútbol con sus compañeros, pero de portero, porque ocupaba más espacio. Él lo aceptaba porque así se sentía integrado.
Pero sabía que eso no eran amigos. Los amigos no te hacen eso. Se pueden reír de ti, pero es otro tipo de risa. Él notaba el desprecio en las risas de sus compañeros. Pero, a pesar de ello, era un poco ingenuo, pensaba que no lo hacían con maldad. Él pensaba que, con toda seguridad, en otra parte del mundo había otro niño gordito como él, al que sus compañeros le hacían mil y una perrerías. Y si él no fuera el chaval gordo, seguramente también gastaría bromas al que lo fuera. Son cosas de críos.
Nunca se imaginó que pasaría algo que le hiciera cambiar esta opinión. Pero ocurrió. Un hecho que le haría replantearse la actitud de sus “amigos”.
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Era un viernes lluvioso. A los niños les gusta la lluvia, pero no cuando cae en viernes. Empezar un fin de semana con lluvia no es algo divertido. Es difícil convencer a tu madre de que quieres ir a jugar al parque si cae un diluvio de dimensiones bíblicas. Pero las madres de hoy en día lo consienten todo con tal de no aguantar a sus hijos dándoles la tabarra toda la tarde.
Esteban salía con sus compañeros al parque porque no le gustaba quedarse solo en casa, sus padres trabajaban todo el día y sólo estaban en casa el tiempo justo para cenar y dormir. Prefería aguantar chiquilladas que estar solo en casa. Así que cuando acabaron las clases fueron al parque, todos con sus botas, chubasqueros y paraguas.
Era una tarde gris. Un día gris sólo trae cosas grises. Lo iba a comprobar en breve.
A lo lejos vio a sus compañeros cuchicheando y señalándole. Reían a carcajadas. Supuso que ya habían pensado una nueva e ingeniosa frase con su nombre y su gordura. Ojalá hubiera sido eso.
Todo ocurrió muy rápido. En lo que pareció un segundo se acercaron y le empujaron hacia un charco de barro. Cayó de culo y se manchó de forma considerable. Pero no quedó ahí la broma. Sus compañeros saltaban a su alrededor para salpicarlo más aún o daban patadas al barro para cubrirlo completamente de barro. Esteban quería levantarse y correr hacia su casa. Pero no le dejaron. Mientras cantaban “albóndiga peleona” impedían que se levantara. Notaba el sabor del barro en su boca y le entraban arcadas. Pero no pararon, estuvieron así cerca de 10 minutos, hasta que se cansaron porque ya no le veían gracia.
Esteban no lloró, aguantó estoicamente la crueldad de sus compañeros hasta el final. Pero cuando llegó a casa no pudo evitarlo y lloró como nunca lo había hecho. No había nadie en casa, así que nadie acudió a consolarle, lo que le puso más triste aun si cabe. Lloró más. Y cuando creyó que ya había llorado suficiente, se duchó, limpió el suelo de barro y se fue a la cama. Ni si quiera cenó. A sus padres simplemente les dijo que no se encontraba bien y que quería dormir. Pero no era dormir lo que quería.
Estuvo pensando y meditando mucho. Ya había llegado a su límite, no iba a aguantar más, la paciencia no dura eternamente y menos si se trata de aguantar bravuconerías de niños insoportables. Iba a tomar medidas al respecto. Tenía que hacerlo. Muchas veces le habían dicho que si le plantas cara a los matones te dejan en paz, aunque nunca lo había comprendido del todo. Quizás era eso lo que tenía que hacer.
Su imaginación echó a volar. Por su cabeza pasaron miles de posibilidades: ¿ir a por una rama o un palo en el parque y llevarlo a clase para pegar a sus compañeros? No, demasiado complicado meter un palo en el colegio. ¿Hacer algo de ejercicio para enfortecerse? No, eso requeriría demasiado tiempo y necesitaba buscar una solución inmediata. ¿Y si escondía un cuchillo en su mochila? Sí, podría funcionar. Era fácil de esconder. Primero pensó en matar al primero que se le acercara. Meter el cuchillo en el estómago del primer capullo que se burlara de él. La idea le gustaba. Pero no quería que sus compañeros murieran simplemente, quería que sufrieran. Además, no iba a convertirse en un asesino por gente así. A lo mejor cortar algún dedo estaría bien. O quizás un simple corte, para intimidar…
Se durmió pensando en qué sería lo que haría al día siguiente nada más llegar a clase. Pero al día siguiente se levantó más animado y los pensamientos que la noche anterior invadían su mente habían desparecido. Ya no necesitaba vengarse de sus compañeros. Seguramente, perdería la gracia. Cada noche, en su cabeza, podría imaginar mil venganzas posibles sin tener que limitarse a cumplir una única en la realidad.

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