Había
una vez una joven de origen humilde, pero increíblemente hermosa, famosa en
toda la comarca por su belleza. Ella, conociendo bien cuánto la querían los
jóvenes del reino, rechazaba a todos sus pretendientes, esperando la llegada de
algún apuesto príncipe. Este no tardó en aparecer, y nada más verla, se enamoró
perdidamente de ella y la colmó de halagos y regalos. La boda fue grandiosa, y
todos comentaban que hacían una pareja perfecta.
Pero
cuando el brillo de los regalos y las fiestas se fueron apagando, la joven
princesa descubrió que su guapo marido no era tan maravilloso como ella
esperaba: se comportaba como un tirano con su pueblo, alardeaba de su esposa
como de un trofeo de caza y era egoísta y mezquino. Cuando comprobó que todo en
su marido era una falsa apariencia, no dudó en decírselo a la cara, pero él le
respondió de forma similar, recordándole que sólo la había elegido por su
belleza, y que ella misma podía haber elegido a otros muchos antes que a él, de
no haberse dajado llevar por su ambición y sus ganas de vivir en un palacio.
La
princesa lloró durante días, comprendiendo la verdad de las palabras de su
cruel marido. Y se acordaba de tantos jóvenes honrados y bondadosos a quienes
había rechazado sólo por convertirse en una princesa. Dispuesta a enmendar su
error, la princesa trató de huir de palacio, pero el príncipe no lo consintió,
pues a todos hablaba de la extraordinaria belleza de su esposa, aumentando con
ellos su fama de hombre excepcional. Tantos intentos hizo la princesa por
escapar, que acabó encerrada y custodiada por guardias constantemente.
Uno
de aquellos guardias sentía lástima por la princesa, y en sus encierros trataba
de animarle y darle conversación, de forma que con el paso del tiempo se fueron
haciendo buenos amigos. Tanta confianza llegaron a tener, que un día la
princesa pidió a su guardián que la dejara escapar. Pero el soldado, que debía
lealtad y obediencia a su rey, no accedió a la petición de la princesa. Sin
embargo, le respondió diciendo:
-
Si tanto queréis huir de aquí, yo sé la forma de hacerlo, pero requerirá de un
gran sacrificio por vuestra parte.
Ella
estuvo de acuerdo, confirmando que estaba dispuesta a cualquier cosa, y el
soldado prosiguió:
-
El príncipe sólo os quiere por vuestra belleza. Si os desfiguráis el rostro, os
enviará lejos de palacio, para que nadie pueda veros, y borrará cualquier
rastro de vuestra presencia. Él es así de ruin y miserable.
La
princesa respondió diciendo:
-
¿Desfigurarme? ¿Y a dónde iré? ¿Que será de mí, si mi belleza es lo único que
tengo? ¿Quién querrá saber nada de una mujer horriblemente fea e inútil como
yo?
- Yo lo haré - respondió seguro el soldado, que de su trato diario con la princesa había terminado enamorándose de ella - Para mí sois aún más bella por dentro que por fuera.
- Yo lo haré - respondió seguro el soldado, que de su trato diario con la princesa había terminado enamorándose de ella - Para mí sois aún más bella por dentro que por fuera.
Y
entonces la princesa comprendió que también amaba a aquel sencillo y honrado
soldado. Con lágrimas en los ojos, tomó la mano de su guardián, y empuñando
juntos una daga, trazaron sobre su rostro dos largos y profundos cortes...
Cuando
el príncipe contempló el rostro de su esposa, todo sucedió como el guardían
había previsto. La hizo enviar tan lejos como pudo, y se inventó una trágica
historia sobre la muerte de la princesa que le hizo aún más popular entre la
gente.
Y
así, desfigurada y libre, la joven del bello rostro pudo por fin ser feliz
junto a aquel sencillo y leal soldado, el único que al verla no apartaba la
mirada, pues a través de su rostro encontraba siempre el camino hacia su
corazón.
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