En
el país de Floripitín tenían una princesa bellísima de la que todos estaban
orgullosos. Cientos de retratos con su bello rostro adornaban las calles. Si
hacía buen tiempo decían:
-
La luz de la princesa ilumina el día.
Y
si llovía:
-
Ni siquiera la luz de la princesa nos ha librado de este tiempo.
Una
vez al año cada uno de los 365 habitantes de Floripitín se ponía al servicio de
la princesa durante todo un día, para evitarle cualquier incomodidad o trabajo.
Y en agradecimiento por sus cuidados, la princesa pasaba el tiempo asomada a la
ventana de la más alta torre del palacio, para que sus fieles súbditos pudieran
contemplarla desde cualquier lugar de la ciudad.
En
el reino vecino había crecido Eric, el príncipe que parecía destinado a casarse
con ella. Pero cuando este viajó al reino de Floripitín, descubrió con pesar
que la princesa era muy aburrida. Por supuesto, era bella, educada y amable,
pero parecía incapaz de hacer nada sin la ayuda de sus siervos. Tanto, que a
los dos días de conocerla el príncipe estaba convencido de que no era más que
una pobre inútil que solo servía para asomarse a la ventana. Y, tal y como
había venido, el príncipe se marchó sin querer saber nada más de la princesa.
Menudo
disgusto para los habitantes de Floripitín, que tanto querían a su princesa.
Los 365 se reunieron en la plaza, y acordaron invitar a otros príncipes a
conocer a su princesa. Pero cuantos viajaron a Floripitín regresaron a sus
países con la misma idea: aquella princesa era una inútil.
Y
cuando volvieron a reunirse en la plaza temiendo por el daño que aquellos
comentarios pudieran causar en su amada princesa, sucedió algo extraordinario.
Por primera vez en la historia, alguien se atrevió a decir algo en contra de la princesa.
Por primera vez en la historia, alguien se atrevió a decir algo en contra de la princesa.
-
Esa chica es una inútil. No hay más que ver que no sabe hacer nada por sí
misma.
Quien
así habló era una anciana vestida con ropas rotas y destartaladas. Estaba tan
vieja y arrugada que hasta costaba distinguirle la cara. Los demás habitantes
se volvieron furiosos contra ella, defendiendo a su princesa y burlándose del
aspecto de la vieja. Pero ella siguió hablando.
-
Lo que hay que hacer es dejar de servirle a diario. Así por lo menos aprendería
a hacer algo. Es más, creo que debería ser ella quien nos sirviera a nosotros.
Le estaríamos haciendo un favor.
Aquello
fue demasiado para el bueno del alcalde, que adoraba a su princesa.
-
¿Y qué sabrás tú, vieja? ¿Cómo te atreves a dar lecciones a nadie? ¿Acaso has
visto qué aspecto tienes? Nuestra princesa es mucho mejor que tú.
-
No. No lo es. Pero gracias - dijo la vieja, cambiando su voz a un tono joven,
dulce y triste, al tiempo que se estiraba y apartaba sus ropas de la cabeza,
para dejar ver el delicado rostro de la princesa.
Ante
el asombro de todos, la princesa prosiguió:
-
No creáis que tenía ese aspecto a propósito. Realmente no supe vestirme mejor.
Es así de triste, pero no sé hacer nada-. La princesa calló un momento, y una
lagrimita aprovechó para escapar de sus ojos.
- Aprecio todo lo que hacéis por mí, y lo mucho que me queréis, pero ha llegado el momento de devolveros todo ese cariño, y de paso aprender algunas cosas. A partir de mañana seré yo quien por turno sirva a cada uno de vosotros en su casa.
- Aprecio todo lo que hacéis por mí, y lo mucho que me queréis, pero ha llegado el momento de devolveros todo ese cariño, y de paso aprender algunas cosas. A partir de mañana seré yo quien por turno sirva a cada uno de vosotros en su casa.
Y
desde ese día, la princesa se puso al servicio de sus propios súbditos. Sus
primeros días fueron bastante desastrosos, pero pudo seguir adelante con el
cariño y la paciencia de todos. Y en poco más de un año se convirtió en una
joven extraordinariamente habilidosa y servicial, de la que los habitantes de
Floripitín se sentían aún más orgullosos que antes.
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