No sé si este es tu adiós definitivo o solo una pausa más en el camino, pero después de leer tu mensaje —ese “no es un adiós, es un gracias”— sentí la necesidad de escribirte. De darte las gracias, sí, pero también de compartir lo que muchos llevamos dentro desde hace tiempo: admiración, ternura, y una profunda reflexión sobre lo que significa crecer demasiado pronto en un mundo que no siempre perdona.
Fuiste un rayo de luz inesperado en nuestro baloncesto. Un niño con cara de adolescente y alma de veterano, que aparecía en las pistas profesionales cuando otros apenas soñaban con debutar en juveniles. Desde tu primer partido con el Joventut de Badalona nos dejaste boquiabiertos: ese mapa que parecías tener en la cabeza, esa visión de juego imposible de enseñar, ese genio que todo lo veía medio segundo antes.
Nos hiciste soñar. Y como suele pasar cuando alguien brilla tan pronto, proyectamos en ti expectativas descomunales. No nos conformábamos con verte disfrutar, queríamos verte dominar. Queríamos que fueses el mejor base del mundo, el heredero de generaciones doradas, el MVP eterno. Y quizás ahí, sin querer, empezamos a cargar tu mochila con más peso del que nadie debería llevar.
Viviste deprisa. Demasiado. Y a veces eso se paga caro. En tu caso, con dudas, lesiones, críticas feroces, y golpes de la vida que ningún entrenador puede prever en un plan de partido. La pérdida de tu madre fue, seguramente, el más duro. Un terremoto emocional que sacudió todo, incluso donde parecía que nada podía tambalearse: tu pasión por el baloncesto.
¿Quién puede jugar al más alto nivel cuando el corazón no encuentra consuelo? ¿Quién puede seguir liderando cuando la mente grita que paremos? Nos cuesta mucho entender que los deportistas sois personas. Personas que sufren, que dudan, que también se cansan. Y tú, Ricky, has tenido el coraje de decirlo en voz alta. De parar. De mirarte. De hablar. Eso, en un entorno donde la fortaleza se mide en trofeos y no en salud mental, es de una valentía inmensa.
Ganaste con la selección. Lo ganaste todo. Fuiste MVP de un Mundial, referente de una generación, arquitecto de victorias inolvidables. Pero incluso si no lo hubieras sido, tu huella seguiría intacta. Porque lo tuyo no ha sido solo ganar. Lo tuyo ha sido dar. Dar asistencias, sí, pero también dar ejemplo, dar juego, dar inspiración.
Gracias, Ricky, por recordarnos que el baloncesto se juega con las manos, pero se entiende con el corazón. Que el talento necesita un entorno que lo acompañe. Que las mentes también se lesionan. Que parar a tiempo también es avanzar.
Quizás no sea un adiós, como tú dices. Ojalá no lo sea. Pero si lo fuera, que quede claro: no nos debes nada. Al contrario. Somos nosotros los que te debemos. Por tu magia, por tu honestidad, por tu generosidad, por tu lucha silenciosa. Y por enseñarnos que, incluso en la élite, hay espacio para la fragilidad, para la pausa, para la vida.
Gracias por todo, Ricky.
Con admiración y respeto,
Un aficionado agradecido
No hay comentarios:
Publicar un comentario