No escribo esto con rabia, ni con arrogancia. Lo escribo con preocupación, con un nudo en el estómago y una pregunta que no me deja en paz:
¿Hacia dónde vamos como sociedad?
Vivimos en un mundo donde nunca habíamos estado tan interconectados, pero pocas veces tan aislados. Nos sentamos a la mesa y no cruzamos palabras; miramos pantallas, no ojos. Subimos montañas para tomar una foto, no para respirar el aire puro o sentir el latido de la tierra bajo nuestros pies. Queremos compartir momentos sin siquiera vivirlos.
Hemos confundido progreso con acumulación. Medimos el valor en marcas, en apariencias, en la cantidad de seguidores, no en la calidad de las relaciones ni en la profundidad de nuestras ideas. Repetimos consignas sin pensar, defendemos lo indefendible, justificamos la mentira por comodidad o por miedo a reconocer que nos han engañado.
¿Dónde quedó la autocrítica?
¿En qué momento dejamos de pensar por nosotros mismos?
Cada día noto más cómo se extinguen valores que antes parecían intocables: la perseverancia, el esfuerzo, la entrega, la capacidad de sacrificio. Ahora, ante cualquier obstáculo, buscamos una excusa. Siempre hay un culpable afuera. El espejo es el último lugar donde nos atrevemos a mirar.
Hemos construido una sociedad donde lo inmediato ha secuestrado lo esencial. Donde todo debe ser ahora, fácil, sin esfuerzo. Somos fachada sin contenido. Una generación bien vestida, bien decorada, pero vacía por dentro.
¿Somos acaso la generación de la involución humana?
Y sin embargo, hay una imagen que no dejo de tener en mente:
Los niños.
Esos pequeños que juegan en una guardería, que se ríen con cualquier tontería, que comparten sin prejuicios, que sienten curiosidad por todo, que aprenden sin parar.
Ellos todavía están enteros.
Todavía son lo que fuimos antes de que el mundo nos llenara de ruido.
Pero también a ellos les robamos eso demasiado pronto. Les ponemos una tablet en las manos para que no molesten. Les dejamos frente a una pantalla porque no tenemos tiempo —o voluntad— para estar con ellos, jugar con ellos, leerles, salir a caminar, descubrir el mundo juntos.
Es más fácil apagar su luz que acompañarla.
Lo pienso y me acuerdo de mi infancia.
Salíamos a jugar al campo de tierra, poníamos piedras como porterías y nos echábamos horas jugando. O montábamos equipos para jugar al baloncesto usando como canasta la placa de la calle. Nos metíamos en los campos de naranjos, hacíamos cabañas, jugábamos al escondite… Éramos libres, éramos niños.
Llegaba a casa con los pantalones rotos o llenos de barro, para disgusto de mi madre, pero éramos felices.
Eso, hoy, está desapareciendo.
Los niños ya no tienen tiempo para ser niños. Entre clases de matemáticas, inglés, conservatorio, deberes y actividades extraescolares, muchos llevan una agenda más apretada que la de un ministro. Y si a eso le añadimos redes sociales, videojuegos, y una presencia cada vez más ausente de los adultos, ya no lo quiero ni pensar.
¿Qué les estamos haciendo?
¿Qué nos estamos haciendo como sociedad?
Queremos que nuestros hijos sean buenos estudiantes, que saquen buenas notas, que se preparen para carreras con salida, que aprendan idiomas, que no molesten demasiado... Pero, ¿alguien se ha parado a pensar en algo más profundo?
Cuando le preguntas a un padre qué quiere que sea su hijo, oyes respuestas como: médico, ingeniero, futbolista, abogado, funcionario.
Pero muy pocos dicen: “Quiero que sea feliz”.
Tan simple. Tan profundo. Tan olvidado.
Y luego vienen las expectativas que no se cumplen, la frustración, los reproches, la sensación de no estar a la altura.
¿Y si todo eso parte de un error de base?
¿Y si olvidamos lo más importante?
Yo no quiero dejar este mundo sin alzar la voz.
No quiero que el legado que dejemos sea una sociedad anestesiada, superficial, rota por dentro pero maquillada por fuera.
No quiero que el futuro se construya sobre la renuncia a todo lo que nos hace humanos.
Quiero creer que aún hay esperanza.
Que en algún rincón, en algún gesto, en alguna mirada sincera, todavía late una llama.
Pero, siendo honesto, cada vez cuesta más verla.
Tal vez esto no sea una protesta. Tal vez sea solo un grito silencioso.
Un llamado a despertar.
A volver a lo esencial.
A ser, de nuevo, un poco más como esos niños que fuimos, antes de que la prisa, el miedo y la apariencia nos robaran la verdad.

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