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miércoles, 18 de diciembre de 2013

El comerciante sin suerte (por Pedro Pablo Sacristán)

Había una vez un comerciante que después de unos malos negocios, se lamentaba de su mala suerte. Un viajero que pasaba por allí le preguntó qué le apenaba, y al oír que era un hombre con muy mala suerte, abrió el saco que llevaba y sacó un extraño artilugio, formado por dos vasos de cristal unidos por la mitad, decorados con extraños dibujos, uno verde y otro rojo, en cada uno de los cuales había unas raras semillas del mismo color que su vaso.
- Pues precisamente has tenido mucha suerte al encontrarme -dijo el hombre-. Esto es justo lo que necesitas: unas vasijas de la suerte.
Y ante el asombro del mercader, le explicó que aquellas semillas eran las semillas de la suerte; las de la buena suerte, las verdes, y las de la mala suerte, las rojas. Nunca podían separarse las vasijas, y cuando alguna de ellas se llenaba, provocaba múltiples sucesos de buena o mala suerte, según se hubieran desbordado unas semillas u otras.
El comerciante, ilusionado, agradeció el regalo, sin llegar apenas a escuchar las últimas palabras del viajero, advirtiéndole lo difícil que era utilizar aquellas vasijas. Esperanzado, examinó con cuidado las semillas verdes, las de la buena suerte. Aunque no le eran familiares, estaba seguro de poder encontrar alguien a quien comprarle varias vasijas, así que cubrió la boca del tarro con sumo cuidado, evitando que se pudieran caer por descuido.
Luego miró las semillas rojas, y pensó que la forma más segura de evitar que se llenara el vaso rojo era vaciarlo allí mismo; así lo hizo y siguió su camino. Poco después, se cruzó con una mujer que al ver sus vasijas debió reconocerlas, porque corrió a pedirle un buen puñado de semillas. El comerciante se negó rotundamente, y la mujer se fue maldiciendo entre dientes."Qué quiere que haga", pensó apesadumbrado ,"no puedo renunciar a mi buena suerte", y siguió su camino, donde volvió a tener más encuentros similares.
Según pasaba el tiempo, el comerciante descubrió que el vaso rojo se llenaba solo. Le pareció más o menos lógico, porque si no las vasijas no tendrían mucha gracia, así que cada poco tiempo se paraba a vaciarlo y seguía su camino.
Pero llegó un momento en que el vaso se llenaba tan rápido, que casi no podía vaciarlo, y finalmente, se desbordó.
"Buena la he hecho", pensó el mercader, "lo único que me falta es otro montón de mala suerte". Entonces miró a lo largo del camino, y vio que las semillas que había ido arrojando se habían convertido en plantas malignas que acabaron con los sembrados y los pastos de toda la zona. Los aldeanos del lugar al verlo, buscaron enfurecidos al culpable, y el mercader casi había conseguido librarse cuando la mujer con la que no compartió sus semillas verdes le delató, y el hombre huyó corriendo del pueblo entre golpes y porrazos.
Ése sólo fue el principio de la multitud de desgracias que le tocó sufrir al mercader. Realmente, las vasijas tenían mucho poder y todo se volvió en su contra. En sólo 3 días trató de librarse de las vasijas cien veces, pero como aquello no terminó con su mala suerte, tuvo que volver por ellas y buscar la forma de llenar el vaso verde, y de no dejar caer ni una semilla roja más. Así que cambió la tapa del tarro verde al rojo, para descubrir con horror que la mayor parte de las semillas verdes habían desaparecido...
Y mientras lamentaba su mala fortuna, se detuvo a mirar los dibujos de las vasijas. Eran como unas instrucciones, en las que siempre se veía el vaso rojo cerrado y el verde totalmente abierto, y parecía que cualquiera pudiera tomar cuantas semillas verdes quisiera.
Decidió seguir su viaje de esa forma, y al encontrarse con un hombre que le pidió algunas de sus semillas, esta vez le dejó servirse libremente. Y su suerte cambió, porque en ese instante aparecieron los aldeanos que aún le perseguían, pero su nuevo amigo le ayudó a escapar, y les dirigió en dirección contraria. Cosas parecidas volvieron a ocurrir con muchos otros que encontró en el camino, hasta que el comerciante comprobó que en lugar de vaciarse, cada vez que regalaba las semillas verdes el vaso se llenaba más, hasta que tras ofrecer semillas a todo el mundo, el vaso llegó a desbordarse.
Y efectivamente, la buena suerte se quedó con él y comenzaron a ocurrirle cosas maravillosas; uno de aquellos a quienes había ayudado resultó ser un hombre muy rico, que agradecido le llenó de lujos y regalos; otros le consideraban tan bueno que le propusieron para alcalde, y así una y otra vez.
Algún tiempo después el mercader se cruzó con aquel viajero que le entregó las vasijas. Después de saludarse, le contó todas sus aventuras y le dio miles de gracias. Pero antes de despedirse, le preguntó:
- ¿Por qué me diste las vasijas de la suerte? ¿Es que ya no querías tener buena suerte?
Y el hombre, riendo con fuerza, respondió:
- ¡No me digas que aún las tienes! ¡Pero si no hacen falta para nada!... la magia de las vasijas es muy tonta: sólo hace crecer o disminuir unas estúpidas semillas venenosas y comestibles, pero no tiene ningún efecto sobre la suerte. He oido que las inventó un aprendiz de brujo muy torpe.
- ¡¿como?! -exclamó sorprendido el mercader.
- Claro que no. Creo que fue un viejo maestro quien las encontró y se dio cuenta de que serían geniales para enseñar a usar la suerte: guárdate lo malo para tí, y comparte lo bueno con los demás. Y en verdad que es la única forma de atraer la buena suerte y evitar la mala, ¡y vaya si funciona!... Cuando repartiste tu mala suerte, tratando de conservar para tí la buena, te aseguraste de que nadie quisiera compartir las cosas buenas contigo, sólo las malas. Las semillas no tuvieron nada que ver en eso, fueron tus obras. ¿lo entiendes ahora?

¡Vaya si lo había entendido!. Y mientras el viajero se alejaba el mercader, con las vasijas en la mano, miró a los habitantes del pueblo, buscando entre todos ellos quien más necesitara aprender a utilizar la buena suerte.

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