Había
una vez una ciudad llamada Halloween en la que vivía un malvado fabricante de
dulces y golosinas. Este, sabiendo que los papás no dejaban a sus hijos comer
golosinas más de una vez a la semana para evitar las caries, inventó un plan
para vender muchos más caramelos. Así, pagó a una pandilla de ladrones y
bandidos quienes, disfrazados de horribles monstruos, aterrorizaron a todos.
Luego llenó la ciudad de anuncios que aseguraban que sus caramelos eran la
única defensa posible contra aquellos terroríficos seres. Y como todo estaba
preparado por el malvado fabricante, lo que decían los anuncios era verdad, y
cuando los niños de la casa entregaban sus caramelos, los monstruosos bandidos
los dejaban tranquilos y se iban.
Las
ventas de caramelos se dispararon, pero de forma poco justa. Mientras los niños
de familias ricas acumulaban montones y montones de golosinas para protegerse
de los malvados, los niños pobres sufrían las peores pesadillas al saber que no
tenían ni un triste caramelo con el que calmar a los monstruos. Además, como
los caramelos tenían tanto valor, los niños comenzaron a volverse egoístas y
desconfiados, y resultaba imposible verlos compartir sus golosinas como siempre
habían hecho.
Afortunadamente,
maldades tan malvadas no pueden durar mucho. Un detective muy listo descubrió
los planes del avaricioso fabricante y sus cómplices, y todos ellos acabaron
dando con sus huesos en la cárcel.
Pero
resultó que el miedo a los monstruos no se terminó, y que los niños ricos
seguían acumulando caramelos y golosinas con el mismo egoísmo con el que lo
hacían antes de que todo fuera descubierto, y que los niños pobres continuaban
viviendo aterrorizados por la falta de dulces.
Todos
los papás y mamás de la ciudad, ya fueran ricos o pobres, estaban tan
preocupados que celebraron una reunión especial de forma urgente ¿Cómo podían
resolver el egoísmo de unos, y el miedo de los otros?
La
genial solución vino del mismo ingenioso detective: seguirían igual que antes,
pero como los malvados estaban en la cárcel, el papel de monstruos lo harían
los niños más pobres.
Así,
la noche siguiente, los papás de los niños más pobres acompañaron a sus hijos a
hacer de monstruos. Y tan bien lo hicieron, que los niños ricos les dieron
buena parte de sus dulces. De esta forma, al cabo de unas cuantas noches, casi
todos los niños tenían la misma cantidad de golosinas y ningún miedo, porque a
pesar de su esfuerzo por parecer unos monstruos terribles, los niños más
chiquitines descubrían fácilmente su disfraz, y todos se dieron cuenta de que
por las calles de la ciudad de Halloween no había ningún monstruo, sino un
montón de niños que se lo pasaban fenomenal disfrazándose y compartiendo sus
caramelos.
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