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domingo, 14 de febrero de 2010

Javier Imbroda: Oda al Baloncesto I

Quizá resulte innecesario loar al baloncesto en una web como ésta, donde a todos ya se nos supone afición, interés y hasta pasión desmedida por el deporte de la canasta. Sin embargo, en ocasiones resulta conveniente observarlo con cierta perspectiva, dar un paso hacia atrás y pensar porqué nos gusta tanto. Y decirlo. De esa manera lo acercamos a aquellos que no lo conocen y que no lo entienden.

Muchas veces, al ver las noticias deportivas en el periódico, en la radio y en la televisión, me pregunto extrañado porqué el baloncesto no tiene la difusión mediática que se merece. No encuentro respuesta a esa duda, pero sí se la encuentro al porqué me gusta tanto.
BA-LON-CES-TO: Son cuatro sílabas que si se pronuncian con lentitud suenan rítmicas y contundentes al mismo tiempo. El baloncesto es como el buen vino, fruto de una ingeniosa combinación de elementos madurados con el tiempo, desde que Naismith lo inventara allá por 1891. Es poliédrico, rico en matices, lleno de ángulos y lados, como una sinfonía. Con un vistazo rápido resulta todo tan perfectamente encajado que se nos antoja sencillo y natural. Analizado con detenimiento, se despliegan ante nosotros los muchos aspectos que lo conforman de manera casi inagotable: desde su belleza plástica hasta su variedad táctica. El baloncesto es flexible, se adapta a cualquiera. Todos pueden encontrar en él lo que andan buscando: quien pretenda sólo divertirse, lo conseguirá; quien quiera emociones fuertes, las encontrará ―quizá en exceso―; quien guste de las cifras y las estadísticas tendrá un sinfín de datos que analizar; quien se apasione con la estrategia, no podrá evitar observar la cancha como un gran tablero de ajedrez. Aquí no se pierde el tiempo, aquí se obliga a atacar. Aquí no se hace de la defensa un fin sino un medio. Aquí el talento tiene premio, pero también el acierto, y no siempre van los dos cogidos de la mano. El baloncesto siempre es productivo, se gana o se pierde, no hay término medio. Aquí no hay empate a cero.

Al baloncesto, como a cualquier deporte, se le puede y se le debe atribuir el papel de ser transmisor de valores, de ser vehículo de enseñanza. No hablo de enseñar a llevar peinados llamativos o a conducir coches caros, sino de enseñar a trabajar en equipo, a sumar esfuerzos, a mejorar al conjunto mejorándonos a nosotros mismos. El entrenador Pepu Hernández dijo en una entrevista: “cuando tienes jugadores que no están educados en nada, al final no son ni jugadores”. La deportividad, el sacrificio, el saber compartir los éxitos y los fracasos son enseñanzas de este deporte. Hubo un grupo de amigos que nos enseñó todo eso. Vestían la camiseta de España y hoy son Campeones del Mundo Y Subcampeones de Europa. ¿Qué más se puede pedir?
Ba-lon-ces-to.
Antes hablaba de la belleza plástica de nuestro deporte. Sin duda, aquel que haya visto una acción espectacular sólo podrá tener una queja: que en directo el baloncesto pasa muy rápido. Afortunadamente, con la televisión podemos captar y guardar la imagen para verla de nuevo cuantas veces queramos, y a cámara lenta.

¿Qué tiene el baloncesto para que nos atraiga tanto? Contrastes, variedad, amplitud de aspectos. Es duro y limpio, es mitad lucha, mitad ballet. Hay lucha y contacto físico cuando dos jugadores pugnan por la posición mientras el balón circula lejos de ellos, por el extremo opuesto de la cancha. Uno pretende estar en el lugar que ocupa el otro y viceversa, ya sea para recibir el balón en ataque, para interceptarlo en defensa o para capturar el rebote. Y al ver a un jugador sin balón corriendo en busca de una posición cómoda de tiro, tratando de desprenderse de su defensor, moviendo los pies, girando, saltando, engañando al rival… ¿quién podría decir que no está casi bailando?


Hay muchos tipos de jugador y muchas maneras de jugar al baloncesto: la elegancia, la precisión y la velocidad, o bien la potencia física, la contundencia y la fuerza. Hay belleza en un mate, cuando el jugador alcanza la canasta contraria y hunde en ella el balón, tanto si lo hace limpiamente como si alarga el momento colgándose del aro, tratando de minar la moral del adversario. Hay belleza en un lanzamiento lejano, en esos segundos en los que la mirada queda fija en la parábola perfecta, en el balón que da vueltas sobre si mismo, que parece suspendido en el aire hasta que desciende súbitamente y traspasa la red. Hay belleza en un pase imposible, en la idea de hacer algo que nadie espera y poner el balón dónde y cuándo se quiere, en regalar al compañero la opción de encestar. Tiene también belleza un tapón, un “tú por aquí no pasas”, cuando el defensor pone fin en el cielo a la esperanza del rival.

Si el baloncesto hubiera existido en la Florencia del siglo XVI, estoy seguro de que Miguel Ángel el escultor lo habría elevado a la categoría de Arte. Quizá veríamos hoy sus “esclavos” como pívots fajándose de sus defensores. O tal vez nos haríamos fotos ante un Michael Jordan de mármol, del mismo tamaño que el colosal David, en pleno vuelo hacia la canasta.

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